El funeral perpetu

El funeral perpetuo
Joseph Vicent Miralles. Periodista de la 97.7 Radio

Anda Mamá Grande sembrando funerales. A cada puente con flores y a cada metro cúbico de hormigón blanco corresponde un cadáver, es el estigma de ser clásicos. A cada díptico colorido que canta las excelencias del Cap i Tramoya, corresponde un barrio y el polvo de un barrio que a pesar de estar hecho pedazos, qué curioso, le sale el grito entero. Hagan la prueba y verán cómo existe ahora mismo una grieta que se abisma con crueldad entre la Valencia de la imagen y la Valencia del tacto, la de cada día, la que viven centenares de miles de personas que nunca patronearán el Alinghi, ni se emborracharán como príncipes rusos en la cubierta del Queen Elisabeth, ni darán bendiciones urbi et orbi ni mucho menos se harán millonarios con las plusvalías que genere la recalificación de nada ni, ya que estamos y aunque sea un problema no sólo de la ciudad sino de todo el territorio, votarán el texto que les ha de regir otros veinte años (que ya sé que no son nada y que febril la mirada, pero jode y cómo jode).

Les digo que hagan la prueba. Vayan a Patraix a preguntar si quieren vivir junto a una subestación eléctrica o junto al monstruo del Virgen del Consuelo. Pregunten qué tal están los que visitan al psiquiatra, duermen con pastillas, se recluyen tras ventanas siempre cerradas o han enfermado de fibromialgia. O los que han visto cómo, mientras en el resto de la ciudad el metro cuadrado se paga ya a 2.000 euros, a ellos se les deprecia su patrimonio porque nadie quiere marchar pagando a los infiernos. Vayan al Cabanyal-Canyamelar a preguntar qué tal se vive teniendo por vecino al abandono, la heroína y la desidia municipal, cuando no la abierta animadversión. Triste debe ser rezar sabiendo que Dios tiene sordera selectiva y no le llegan sino las lisonjas del enemigo. Los vecinos de los poblados marítimos de Valencia viven a la espera de que llegue su particular muro de la vergüenza a partirles el barrio y el alma, a destruir una forma de ser y de reconocerse. Volviendo al tema pecuniario, cuenta el presidente de Salvem el Cabanyal que les ofrecen indemnizaciones a 500 euros el metro cuadrado; gloria, prez y loor a los economistas municipales en cuyas manos la primavera es inextinguible.

Si todavía no se han cansado de mirar y preguntar en la ciudad de las maravillas, adéntrense en Velluters, duerman en el Carmen, pregunten a los afectados por la ampliación del IVAM dónde piensan caerse muertos o vayan al ayuntamiento a ver si les hacen una permuta de terrenos como la del Valencia, por acabar pronto y mal este recuento. Y si aún les queda un soplo de energía vayan a un pleno municipal. Verán las pancartas de Con Rita, Valencia avanza misteriosamente colgadas desde el principio de los tiempos y a los palmeros arracimados en los palcos, mostosos y altivos, quién sabe si divinos.

Esta ciudad se está convirtiendo en un lugar cada vez más inhóspito, menos humano. Mientras la vivienda sube un 131%, no los sueldos, claro, quién se atreve a dudarlo, mientras nos desgañitamos diciendo que es la mejor ciudad del mundo y la más deseada y la más moderna y el sursum corda, la gente de los barrios afronta un destino incierto.
La ciudad es un funeral vikingo, una barca sin rumbo que se adentra en la negrura rodeada de luces y pétalos que no alcanzan a cubrir más que un osario y unas armas herrumbradas. Hermosa de mirar, tal vez, pero hiede a muerte.El funeral perpetuo
Joseph Vicent Miralles. Periodista de la 97.7 Radio

Anda Mamá Grande sembrando funerales. A cada puente con flores y a cada metro cúbico de hormigón blanco corresponde un cadáver, es el estigma de ser clásicos. A cada díptico colorido que canta las excelencias del Cap i Tramoya, corresponde un barrio y el polvo de un barrio que a pesar de estar hecho pedazos, qué curioso, le sale el grito entero. Hagan la prueba y verán cómo existe ahora mismo una grieta que se abisma con crueldad entre la Valencia de la imagen y la Valencia del tacto, la de cada día, la que viven centenares de miles de personas que nunca patronearán el Alinghi, ni se emborracharán como príncipes rusos en la cubierta del Queen Elisabeth, ni darán bendiciones urbi et orbi ni mucho menos se harán millonarios con las plusvalías que genere la recalificación de nada ni, ya que estamos y aunque sea un problema no sólo de la ciudad sino de todo el territorio, votarán el texto que les ha de regir otros veinte años (que ya sé que no son nada y que febril la mirada, pero jode y cómo jode).

Les digo que hagan la prueba. Vayan a Patraix a preguntar si quieren vivir junto a una subestación eléctrica o junto al monstruo del Virgen del Consuelo. Pregunten qué tal están los que visitan al psiquiatra, duermen con pastillas, se recluyen tras ventanas siempre cerradas o han enfermado de fibromialgia. O los que han visto cómo, mientras en el resto de la ciudad el metro cuadrado se paga ya a 2.000 euros, a ellos se les deprecia su patrimonio porque nadie quiere marchar pagando a los infiernos. Vayan al Cabanyal-Canyamelar a preguntar qué tal se vive teniendo por vecino al abandono, la heroína y la desidia municipal, cuando no la abierta animadversión. Triste debe ser rezar sabiendo que Dios tiene sordera selectiva y no le llegan sino las lisonjas del enemigo. Los vecinos de los poblados marítimos de Valencia viven a la espera de que llegue su particular muro de la vergüenza a partirles el barrio y el alma, a destruir una forma de ser y de reconocerse. Volviendo al tema pecuniario, cuenta el presidente de Salvem el Cabanyal que les ofrecen indemnizaciones a 500 euros el metro cuadrado; gloria, prez y loor a los economistas municipales en cuyas manos la primavera es inextinguible.

Si todavía no se han cansado de mirar y preguntar en la ciudad de las maravillas, adéntrense en Velluters, duerman en el Carmen, pregunten a los afectados por la ampliación del IVAM dónde piensan caerse muertos o vayan al ayuntamiento a ver si les hacen una permuta de terrenos como la del Valencia, por acabar pronto y mal este recuento. Y si aún les queda un soplo de energía vayan a un pleno municipal. Verán las pancartas de Con Rita, Valencia avanza misteriosamente colgadas desde el principio de los tiempos y a los palmeros arracimados en los palcos, mostosos y altivos, quién sabe si divinos.

Esta ciudad se está convirtiendo en un lugar cada vez más inhóspito, menos humano. Mientras la vivienda sube un 131%, no los sueldos, claro, quién se atreve a dudarlo, mientras nos desgañitamos diciendo que es la mejor ciudad del mundo y la más deseada y la más moderna y el sursum corda, la gente de los barrios afronta un destino incierto.
La ciudad es un funeral vikingo, una barca sin rumbo que se adentra en la negrura rodeada de luces y pétalos que no alcanzan a cubrir más que un osario y unas armas herrumbradas. Hermosa de mirar, tal vez, pero hiede a muerte.