José Albelda.  El ayuno. Levante-emv. 15/04/2000

Pero la huelga de hambre que algunos vecinos del Cabanyal mantienen en el Parterre supone un drástico cambio de estrategia.  Cuando se pasa de los argumentos y la protesta colectiva a algo tan extremo como un ayuno dilatado en el tiempo, es que algo está fallando en nuestro sistema mal llamado democrático.

José Albelda *   El ayuno

Decía Félix de Azúa en su penúltimo libro que para que una ciudad sea habitable y no una máquina de producir locos, ha de estar al servicio de algo más que un puñado de usureros.  Sin embargo, la evolución de las ciudades en la era de la globalización tiende cada vez más a olvidar a sus habitantes, a no respetar el mantenimiento de una legítima identidad enraizada en la diversidad arquitectónica de sus barrios.

Las ciudades van siendo colonizadas —sobre todo en el extrarradio— por un corsé de simple técnica constructiva anodina, que nada tiene que ver con la tradición de la arquitectura entendida como una de las Bellas Artes.  Pero puede ocurrir, como es el caso, que algunos ciudadanos se resistan a la demolición de su barrio. Y que muchos otros no se crean que la destrucción de la arquitectura modernista popular, para construir bloques impersonales y dar paso a muchos más coches, sea progreso del bueno.

Desoídas las palabras razonables y las alegaciones formales, quedan los gestos, más extremos cuanto más sordo es el oído. En nuestra era mediática,  los símbolos que escenifican  las protestas sociales han ido progresivamente ahorrando en esfuerzo. De las multitudinarias sentadas o manifestaciones de otros tiempos se ha pasado,  por imperativos prácticos, a puestas en escena breves y bien calculadas,  lo justo para que una pancarta y unos cuantos activistas salgan bien enmarcados en una foto o en un plano de cámara. Pero la huelga de hambre que algunos vecinos del Cabanyal mantienen en el Parterre supone un drástico cambio de estrategia.  Cuando se pasa de los argumentos y la protesta colectiva a algo tan extremo como un ayuno dilatado en el tiempo, es que algo está fallando en nuestro sistema mal llamado democrático.

Gandhi fue uno de los primeros en ayunar en este nuevo sentido, no para intentar fundirse intensamente con algún Dios, objetivo de los ascetas anteriores,  sino para reclamar la atención de personajes con poder terrenal, los gobernantes. Una protesta basada en la aceptación del daño físico, en el hambre consciente en la sociedad de la opulencia, es la penúltima respuesta ante el fracaso de los intentos de diálogo y el ninguneo inaceptable. La rabia y el dolor integral se expresan así a través del deterioro, se hacen visibles y continuos, creciendo exponencialmente según pasa el tiempo.  Gandhi, que además de idealista era un fino estratega —virtudes que no tienen porqué ser incompatibles—, sabía que sus arriesgados ayunos podían triunfar, en una sociedad donde la muerte humana era un paisaje de lo más común, porque él era simbólicamente importante, representaba ideas con un fundamento ético incuestionable y acrisolaba, alrededor de su frágil figura, una multitud de seguidores.

Este nuevo ayuno, para que tenga éxito, debe ser respaldado por todos aquellos que creemos que la razón y la cultura deben ser escuchadas en defensa de una ciudad diversa y habitable;  por todos aquellos que consideramos irrenunciable que, en lo que afecta directamente a nuestro entorno y a nuestras vidas, se debe contar con los ciudadanos.

* Profesor de la Universidad de Valencia.