J.Vte. Boira Maiques. A propósito de la polémica s/ El Cabanyal y la prolongación de B.I. Levante-emv 08/11/1998
La vida postmoderna está conllevando una pérdida, casi irreparable, de valores humanos. Y elproblema radica no tanto en el abandono de los tradicionales modelos de conducta o de los patrones morales y religiosos heredados, sino en su no sustitución por otros mejores. Tras rematar inconmiserablemente los supuestos caducos valores del pasado, la postmodernidad se conforma con parches locales, cuya validez, en última instancia, depende del color del cristal con que se mira la realidad.
La arquitecturización del debate urbano JOSEP V. BOIRA MAIQUES *
La vida postmoderna está conllevando una pérdida, casi irreparable, de valores humanos. Y elproblema radica no tanto en el abandono de los tradicionales modelos de conducta o de los patrones morales y religiosos heredados, sino en su no sustitución por otros mejores. Tras rematar inconmiserablemente los supuestos caducos valores del pasado, la postmodernidad se conforma con parches locales, cuya validez, en última instancia, depende del color del cristal con que se mira la realidad. Pues bien, el debate sobre el presente y el futuro de la ciudad no es ajeno a esta convulsión de nuestra sociedad. Y también en el campo de la discusión sobre el modelo de ciudad que queremos estamos repitiendo un proceso semejante al que antes comentaba: se abandonan los valores morales, éticos, ciudadanos y sociales para dar paso a una brillante pero ingrávida y efímera discusión sobre las formas de la ciudad, paradójicamente en su aspecto más duro y material: sus calles, avenidas y edificios.
Protagonistas
Como ha señalado diversas veces José Luis Ramírez, la palabra civitas, que en tiempos de Roma se entendía primero como vida humana y tan sólo después como espacio material, se ha transmutado en la actualidad y hoy, cuando hablamos de la ciudad, evocamos en primer lugar las calles, las casas, las plazas y tan sólo más tarde —si lo hacemos— a sus auténticos protagonistas, los seres humanos.
En buena lógica, hoy en día se ha producido una deificación del espacio de la ciudad. Éste parece ser el problema y solución de todas las deficiencias urbanas. Por una parte, los arquitectos y urbanistas, los geógrafos y los ingenieros, hacen de la forma urbana, de la buena forma urbana, el objetivo principal de sus escritos. Esperan que, modificando la urbs (la estructura material de la ciudad), se modifique la civitas (la vida de los ciudadanos). Por otra parte, los colectivos sociales y especialmente los vecinales, enrolándose muchas veces en un sentimiento hostil o, al menos, receloso ante el progreso urbano y el desarrollo tecnológico —lógico por otra parte, vistos los desmanes ecológicos de nuestro entorno—, se aferran a ideas preindustriales, a la utopía comunitaria medievalizante, a un modelo de ciudad-jardín que nunca existió y, en algunos casos, a espacios que son fruto de un tiempo y de una sociedad que ya pasó, que se transformó y que, de volver, no volverá precisamente conjurando el futuro a través de las formas espaciales del pasado. Pero en ambos casos, la deificación del espacio material está servida. Todo problema se arquitecturiza y de esta forma, como ha sucedido recientemente, el barrio del Cabanyal- Canyamelar es igual a Kyoto, pues todo queda reducido a un debate sobre la forma urbana y sobre si la vara valenciana es igual al tatami japonés. Aunque lo peor está por venir, pues lo lamentable no son las arquitecturas comparadas (o las geografías comparadas, no se me enfaden mis amigos, que los tengo entre los arquitectos), sino el hecho de pensar que proponiendo soluciones arquitectónico-urbanísticas iguales para contextos culturales, sociales, económicos, religiosos, humanos, totalmente diversos, se pueden solucionar los problemas de ese espacio.
Si los técnicos olvidan que la civitas es algo más que la buena forma urbana, los representantes vecinales totemizan muchas veces ese mismo espacio, olvidando que lo importante no es éste, sino la calidad de vida de sus conciudadanos. O que, en cualquier caso, las calles, las casas y los barrios no son fines en sí mismo, sino instrumentos de la buena vida ciudadana. Mucho me temo que, cuando los directivos de las asociaciones vecinales defienden determinados espacios urbanos o periurbanos de la ciudad, yerran el tiro e incurren en un grave error que se denomina metonimia, esto es, tomar el efecto por la causa, el signo por la cosa. Así, deberían decir que lo que defienden es una vida urbana más humana, mayor contacto entre los vecinos, más cohesión social, menos miedo a la calle, más libertad y menos opresión, más imaginación, más imprevisión en los contactos, menos gigantismo, menos coches, más servicios, un paisaje urbano más propio, una historia más sentida, una corresponsabilidad en el espacio propio, un orgullo de ser ciudadano… El barrio que dicen defender, la calle que proteger, el edificio que no derribar es tan sólo el continente de todo aquel contenido. Es, en todo caso, el instrumento, pero no el agente. Por ello, afirmo que el debate se ha de centrar más sobre el contenido y menos sobre el continente.
El neologismo del título de este artículo es indicativo de un debate, a mi juicio, necesario. La ingeniería, la arquitectura, el urbanismo, la geografía urbana tienen su papel en la resolución de los problemas urbanos que agobian nuestra sociedad, pero no son la solución, pues tampoco son el problema. Seamos más claros: si el Cabanyal-Canyamelar languidece entre la degradación y el amarillento y caduco mito de las familias cenando en las puertas de casa o los niños jugando en la calle, la prolongación de la avenida Blasco Ibáñez no lo matará más de lo que lo está haciendo la dejación de las instituciones desde su anexión a Valencia en el lejano año de 1897. Pero tampoco esa prolongación (ni en 50, 100 ó 300 metros) será nunca la solución al problema principal del barrio. La urbs es la segunda derivada de la intrincada ecuación que es la felicidad de los ciudadanos. La primera es la civitas.
Los técnicos pueden continuar pensando en hacer un urbanismo para el pueblo, pero sin el pueblo, trazando líneas sobre el papel, acumulando estadísticas o construyendo hipótesis y modelos de funcionamiento de la ciudad. Los colectivos vecinales pueden continuar engañándose con quiméricas imágenes del pasado y divinizando espacios que fueron fruto de un tiempo pretérito que no puede volver.
Ciudad-interior
Pero mientras ocurre todo esto, seamos conscientes de que la ciudad se hunde en la más absoluta dinámica materialista y la aspiración de una ciudad-exterior, ámbito de convivencia de la res publica, se transforma en una ciudad-interior, donde cada uno busca la paz y la felicidad puertas adentro de, permítaseme la redundancia, su puerta blindada.
La ciudad actual entra en un bucle, no sé si melancólico, que ejemplifica la historia de Valencia. 1238 significó el inicio de la cristianización de nuestra ciudad y, por ende, el dominio de la cosa pública, como se encargó de pregonar Francesc d’Eiximenis cien años más tarde. Pero 1998 es el culmen de una nueva musulmanización. La nueva ciudad valenciana (pero no sólo, también en general la española, porque este mal es de todos) se nos antoja más «estreta i mesquina », como señalaban los jurats de Valencia en 1393. Sálvese quien pueda, eso sí, con jakuzi y bomba frío/calor.
Vivimos, pues, el triunfo de la ciudad postmoderna y caemos en la trampa de un debate ingrávido y, sobre todo, inocuo para el sistema. Unos cuantos nos inferimos estocadas mutuamente y derramamos nuestra sangre en un campo de honor equivocado. Y me temo que así seguiremos hasta que, agotados, derrotados y desarmados, nos barran del tablero de juego por nuestras propias insensateces.
Mientras los de siempre, los que toda la vida han hecho del dinero, de la ciudad material y de la construcción/destrucción de la urbs su divisa, se exhiben impúdicamente, se regodean en sus éxitos, investidos del poder y la gloria. Son los hombres de honor de esta ciudad (y de casi todas
las que conozco). Son sus auténticos prohoms (¿siempre lo han sido?). La ciudad sucumbe, y con ella, el auténtico debate que nos había de entretener: la vida diaria, cotidiana y generalmente incómoda y sufriente de tantos seres humanos que vivimos en la ciudad actual.
La vieja pregunta del humanismo (¿qué vale más, el Partenón o la sola vida de un solo ser humano?) lanza su mensaje irredento hasta nosotros: si yo sería el primero en dinamitar esa obra de la humanidad para salvar la vida de un desconocido, ¿que no haré —y diré— para ayudar a mi vecino, que tiene cara, ojos y unos hijos preciosos que pasean conmigo por las calles de mi barrio?
* Profesor de Geografía Urbana. Universitat de València
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